El pueblo calabrés registra nuevos ataques racistas, con el incendio de una caseta donde se refugiaban inmigrantes, y el tiroteo en las piernas de uno de ellos.
Algunos trabajadores no quieren marcharse porque todavía no han cobrado el sueldo.
MIGUEL MORA, El País | Rosarno (Enviado especial) 09/01/2010
Rosarno, un pueblo de 15.000 habitantes en Calabria, cuyo ayuntamiento fue disuelto el año pasado por infiltración mafiosa, sigue viviendo en medio de una tensión muy alta y de aislados ataques racistas.
Cientos de inmigrantes están abandonando el pueblo en los autobuses proporcionados por la Protección Civil después de 48 horas de revuelta y disturbios. Aterrorizados, y sin saber a dónde van, los temporeros de la mandarina cuentan que no pueden soportar el racismo y el sufrimiento. "No nos dejan trabajar, y encima nos atacan y nos quieren matar", dice Steve Johnson, un liberiano de 16 años mientras prepara su mochila y se dispone a subir a uno de los autobuses.
Los inmigrantes que trabajan en esta próspera región de Calabria, dominada por la organización mafiosa de la 'Ndrangheta, vivían afincados en una vieja fábrica de aceite. Las tiendas de campaña individuales, colocadas unas junto a otras. Sin agua, sin luz, sin baños. Algunos de ellos dormían en unas cisternas al aire libre, oscuras y angostas, prácticamente sin respiración. Los temporeros soportaban estas condiciones de vida a cambio de 25 euros diarios a jornada completa, o a un euro por cada caja de mandarinas recogidas si trabajaban a jornada partida.
Esta mañana, pese a la masiva presencia de la policía y los carabineros, los vecinos de Rosarno han seguido atacando a los inmigrantes que estaban escondidos en los campos. Diez de ellos han logrado huir de una clase aislada después de que un grupo de vecinos la incendiaran con gasolina, según ha explicado Laura Boldini, portavoz de la Agencia de la ONU para los refugiados (ACNUR) en Italia.
El padre Carmelo Ascone, párroco de Rosarno desde hace 25 años, ha explicado que la gente del pueblo no es racista, "salvo algunos jóvenes cretinos e ignorantes". "Es una guerra de pobres contra pobres, porque aquí no hay estado. Aquí manda la 'Ndrangheta" , dice Ascone.
A 100 metros de la fábrica donde los inmigrantes esperan para iniciar la huida, un grupo de unos 60 vecinos vigila atentamente. "Les quitamos el hambre y ellos nos pagan destrozándonos el pueblo. ¡Que se vayan de una vez estos negros!", dice Gino Barreca, empleado municipal. Sus compañeros, todos oscuros de piel y ojos, están armados de palos de madera y hierro. Cerca, en mitad de la carretera que lleva a la fábrica, dos furgonetas de los carabineros impide el paso a los vecinos. Un poco más allá está el infierno.
El otro infierno, el del centro del pueblo, fue desalojado en la noche de ayer tras una jornada violenta que dejó un balance de 40 heridos, tres de ellos graves. La belleza de los campos de Calabria se convirtieron en apenas 48 horas en el escenario de una cacería. "La convivencia ahora no es posible", dice el cura Don Memé, "Pero estos pobres desesperados volverán. Tienen hambre y no saben dónde ir".
"Tenemos más miedo que hambre", cuenta Petit Dennice, jefe de un grupo de trabajadores que llevaba dos semanas recogiendo mandarinas. "Rosarno es la mafia" añade. "Así que me voy a Nápoles". Pero en Nápoles también hay mafia. "Sí, pero esa mafia es buena. No hemos venido aquí para peleas. Hemos venido a comer".
La portavoz de ACNUR en Italia ha visitado en el hospital a los heridos. Cuenta que hay tres inmigrantes ingresados, uno de ellos la víctima que provocó el estallido de rabia de su compañeros jornaleros. "Salía de hacer la compra del supermercado, cuando unos jóvenes del pueblo le dispararon en el bajo vientre con una pistola de aire comprimido", explica Boldini. Tiene la ingle llena de perdigones. Los otros dos tienen disparos en las piernas, y uno de ellos recibió el impacto de más de cincuenta balines.
"Hay todavía muchos temporeros escondidos en los campos que no han podido cobrar la paga y no quieren marcharse. Todos tienen miedo, pero también necesidad de cobrar ese dinero", agrega Boldini.
Algunos inmigrantes, que recorren el país de norte a sur buscando su jornal durante todo el año, han abandonado el pueblo por sus propios medios, en coches o trenes. El éxodo de los desesperados tiene el sabor de la derrota. Con el miedo en los ojos, cuatro muchachos de apenas 20 años, están sentados en la estación de ferrocarril de Rosarno, esperando a que llegue el tren. Les escoltan varios policías, pero nadie podría asegurar que vaya a tener, a partir de ahora, en otro lugar, una vida segura. En el bar, el camarero le dice a una gitana: "Italia para los italianos, y al que no le guste, a su casa".
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